PRESENTACIÓN

Se sabe bien en qué momento de la historia del cine aparecieron los laboratorios de desarrollo. Fue allá, a comienzos de los noventa, con el apogeo del cine indie y unos cuantos festivales que tuvieron una idea brillante: ¿qué tal si formamos cineastas para que hagan el tipo de películas que queremos ver? Así, los festivales tomaron una decisión fundamental: intervenir para moldear las películas por venir.

Los laboratorios se convirtieron en una pieza clave del ecosistema cinematográfico. Fueron espacios donde se otorgó a los cineastas un tiempo y un lugar para crear, pero también se transformaron en una tecnología de disciplinamiento. Ya no solo instruían a los cineastas en qué tipo de películas querían ver los festivales, sino que construyeron un sentido que iba más allá del laboratorio.

Se transformaron en lugares de legitimación para películas inexistentes y cineastas que aún no habían hecho sus obras. Se crearon circuitos por los que directores, guionistas y productores empezaron a viajar por el mundo, llevando su proyecto de un espacio a otro, acumulando sellos que aumentaban el prestigio de la película, acomodando los proyectos a una ortopedia particular: la del consenso. El proyecto que podía hacerse era aquel incapaz de ofender a nadie, aquel capaz de gustar al mayor número de agentes y expertos, aquel que, en su medianía, se iba acomodando a un juicio de aprobación.

Junto a estos proliferaron otros espacios complementarios dedicados a la financiación. Los encuentros de coproducción no eran más que el apéndice de lo otro. Con el tiempo, estos espacios se fueron haciendo aún más importantes y ejercieron su influencia sobre los anteriores, transformando los proyectos en productos viables desde los laboratorios de cine.

El cineasta, pensando en la necesidad de conseguir dinero para poder hacer su película, se somete al juego de seducción con los financiadores y se entrega a un doblepensar contraproducente: la escritura de textos “modelo” para obtener los recursos y la idea recurrente de recuperar una visión más original.

Finalmente, después de pasar al menos dos o tres años disfrazando la película para ser más eficiente en concursos, la trampa se ha consumado. Ya no hay un afuera para la obra, pues el tiempo destinado a la creación ha sido consagrado en una misión impostora. Y una vez se quiere ir a una forma menos homogeneizada, ya han pasado muchos años donde se ha hablado, imaginado y pensado de una manera obediente. Quizás ya es tarde y la película se ha convertido en aquello que se ha parodiado.

Esto tiene correlato con un mito: el cineasta tiene una película en su cabeza y su misión es lograr materializar esa imagen. Los espacios de desarrollo han convencido a los cineastas de que esta es su tarea. Pero tal vez nos hayan engañado. La película no está dentro del cineasta; el cineasta no sabe qué película está haciendo ni qué está imaginando. La película es algo que emerge al final de un proceso de investigación, y no el punto de partida. Hacer una película es la forma de averiguar qué es lo que deseamos imaginar.

Se podría pensar entonces que el laboratorio no es un lugar para identificar algo, sino que, a partir de una idea, una imagen, un sonido, una hipótesis, es posible perderse para luego hallar lo inesperado. Entendemos el proceso creativo como el arte de perderse. Como dice Walter Benjamin: perderse es estar plenamente presente, y estar plenamente presente es ser capaz de encontrarse sumergido en la incertidumbre y el misterio. Y no es acabar perdido sino perderse, lo cual implica que se trata de una elección consciente, una rendición voluntaria. Solo en esa presencia absoluta es posible encontrar nuevas rutas narrativas, redescubrir personajes y resignificar imágenes.

Aquí no buscamos atajos ni respuestas inmediatas, sino un arrojo a la experimentación con imágenes, sonidos y montaje, donde el error es parte del descubrimiento y la escucha una estrategia para huir de la normatividad de la mirada.